Artista casi legendario entre la gran familia de los fotógrafos
españoles, creador semiclandestino por culpa de mil y un avatares,
Rafael Sanz Lobato (Sevilla, 1932) acepta salir de un ostracismo de años
solo rasgado por el Premio Nacional que le fue concedido el año pasado
"por su forma de contar la trasformación del mundo rural tradicional y
su influencia en el fotoperiodismo contemporáneo", según razonó entonces
el jurado. Cristina García Rodero le reconoce como uno de sus grandes
maestros. Él no duda en asegurar que ella es la mejor fotógrafa española
del siglo XX. Pero mientras que la obra de García Rodero ha sido
justamente reconocida y aplaudida, la suya ha sufrido un castigo de
oscuridad tan severo como injusto.
Las paredes de su casa están llenas de las imágenes de toda una vida
"Me dieron el Premio Nacional a destiempo, aunque el dinero vino bien"
Nunca le gustó la fotografía urbana: le desagradaban los coches y el asfalto
No tuvo ningún percance al retratar los pueblos de la España profunda
Sanz Lobato vive solo en un tercer piso sin ascensor, lleno de
goteras, del centro de Madrid. Es el mismo que ha ocupado durante las
últimas décadas y en el que mantiene el estudio en el que ha retratado a
una buena parte de la clase política española para lo que él llama sus
trabajos de supervivencia.
Con los dos ojos afectados por una enfermedad degenerativa, el
fotógrafo se ayuda de unas potentes lupas y de un aparato instalado por
la ONCE para leer y distinguir detalles de algunos de sus trabajos. Las
paredes de su casa estás llenas de esas series realizadas a lo largo de
su vida y que en muy contadas ocasiones han sido expuestas: la Semana
Santa en Bercianos de Aliste, las viejas de las Hurdes, los toreros y
los maletillas o las series más recientes, inspiradas en Man Ray o
Morandi.
En ese ambiente de aislamiento profesional, que no personal, Rafael
Sanz Lobato, republicano de izquierdas y sin pelos en la lengua,
reflexiona sobre el olvido y relegamiento que su obra ha sufrido a lo
largo de décadas. Mientras habla, con música barroca de fondo, fuma un
cigarrillo tras otro de tabaco de pipa. "Moriré con un
porrito de estos en la boca y tras haber cenado un buen plato de judías del Barco. Así me gustaría acabar", dice.
Sin temor a exagerar, puede decirse que su obra se ha movido casi en
las sombras de la clandestinidad. "Las causas son muchas", explica. "En
el fondo hay una sucesión de historias, todas desafortunadas. Mi primer
conflicto fue en
Arte Fotográfico, la revista que dirigió la
vida de la fotografía española hasta 1980, único reducto para ver otro
tipo de fotografía. En ella mandaba la Real Sociedad Fotográfica de
Madrid, en la que entré en los 1962 y no tuve más que desencuentros con
personajillos como Gerardo Vielba
[presidente de la Real Sociedad Fotográfica desde 1964 hasta 1992],
que me vetó una y otra vez. La fotografía española ha estado siempre
dejada de la mano de los dioses. Luego, en los 80 surgieron otros
centros para ver fotografía creativa. Apareció EL PAÍS con grandes
fotógrafos como Marisa Flórez, quien como yo, es de las que creen que
hay que separar radicalmente lo profesional de lo creativo personal. Yo
nunca hablo de los 25 años que he estado haciendo publicidad para el
ministerio de Cultura, grandes almacenes o campañas políticas como la
que hice para el PP".
En aquellos años, los fotógrafos llamados creativos solo se
relacionaban a través de sociedades profesionales como la Real Sociedad
Fotográfica. Se relacionaban entre ellos, y aspiraban a dar a conocer su
trabajo en revistas especializadas. En Madrid, donde se formó, existía
una auténtica Escuela. Dentro de ella, un grupo formó La Palangana (Paco
Ontañón, Doncel, Massat, Cualladó, Paco Gómez) y otros La Colmena,
grupo ál que se sumó Sanz Lobato y que desde el primer momento llevaron
la etiqueta de
perdedores. "Nos consideraban un grupo de
desharrapados sin obra... En el 71 tuve una bronca definitiva y me
marché. Había entrado en la Sociedaden 1962. Llevaba diez años haciendo
fotos, pero no me atrevía con el documentalismo. Me daba vergüenza.
Tenía yo 30 años y solo había hecho fotos familiares. Algunos retratos,
cositas. Pensé que al vincularme a los de La Colmena, todo sería más
sencillo, pero no".
Sanz Lobato descubrió su fascinación por la fotografía documental en
las revistas extranjeras que le mandaba un primo suyo. Quería hacer lo
mismo que veía en esas páginas en blanco y negro, pero se sentía incapaz
de romper la intimidad de un mundo ajeno al suyo.
Le daba auténtico pánico. Se moría de vergüenza solo de pensar en
ponerse delante de ellos. Por eso se aproximó a los integrantes de la
Real Sociedad Fotográfica, donde algunos cogían sus coches los domingos
muy temprano y se iban a los pueblos próximos a Madrid: Chiloeches,
Chinchón... "Pregunté y me dejaron ir con ellos. Éramos ocho en dos
coches. Los dejábamos en las afueras para no romper la estética
interior. Nada más aparcar salieron todos disparando sus cámaras como
locos. Me quedé pasmado. Estupefacto. Creo que llevaba una Reflex. Me
fui despacito hasta donde había unos niños a los que mis compañeros
estaban friendo a fotos. Luego vi que hacían lo mismo con dos ancianas y
me quedé perplejo. No había que pedir permiso y a la gente no parecía
importarle. Todo el pánico que tenía larvado en el cerebro se me fue de
golpe. Me liberé y empecé a trabajar con normalidad. Al poco me compré
mi primer 600 y ya podía irme solo yo por los pueblos".
Nunca le gustó la fotografía urbana porque le desagradan los coches y
el asfalto. Hizo sus primeras fotos atraido por los libros sobre
fiestas y tradiciones que entonces empezó a publicar el Ministerio de
Información y Turismo que inventó Manuel Fraga y él consiguió que le
reconocieran algunos trabajos.
"Yo entonces era fotógrafo de fin de semana y a diario trabajaba en
una empresa americana de aparatos de compresión. No trabajábamos los
sábados y a primera hora cogía mi coche, mi dos
nikons
compradas a plazos y elegía un sitio del mapa: los caballos de Galicia,
los toros de la vega... y ahí empezó mi documentalismo antropológico.
Era el 72, el año en el que compré el coche. Un fin de semana hacía las
fotos y otro las revelaba. Fueron 15 o 16 años frenéticos, disfrutando
muchísimo y trabajando más", relata.
Pese a estar entonces casado y ser padre de dos hijos, su familia no
le acompañaba nunca por esos viajes de la España profunda. El
documentalismo es un acto solitario. Cuando íbamos todos los fotógrafos
juntos no funcionaba, porque todos teníamos las mismas fotos. Y a la
familia no me la podía llevar porque me hubieran distraido. ¿Esa
devoción por la fotografía no le creaba tensiones con su mujer? "Pues no
sé. Lo cierto es que ahora estoy solo y he tenido cinco parejas".
La gente de los pueblos de la España de entonces le recibía con
amabilidad. Nunca tuvo ningún percance. Le permitían que hiciera sus
fotos sin pedir nada a cambio. Y jamás les daba indicaciones. "Nunca he
manipulado ni alterado lo que estaba ocurriendo. Se nota. Lo huelo a
tres kilómetros. Cuando veo fotografías en las que percibo esa
manipulación, me enfado muchísimo. Y lo veo muchas veces".
Los impedimentos físicos no le restan entusiasmo. Su última excursión
le llevó a a Piornal, al noroeste de Cáceres a la fiesta del
Jarramplas. "Es una fiesta de origen remoto en la que se trata de
castigar al ladrón de ganado, el Jarramplas. La costumbre, que persiste,
era tacarle con nabos. Jarramplas sale con una prótesis que pesa 43
kilos, una máscara de resina de 11,5 kilos. Lleva protección en muslos,
brazos, tobillos. Le lanzan nabos con tal intención asesina que el
Jarramplas tarda más de 15 días en recuperarse de las magulladuras. El
tema es que ya no puedo salir a darme esos trotes".
Con cierta amargura, reconoce que fue el más sorprendido cuando le
dieron el Premio nacional de Fotografía. "No me lo esperaba. Me lo han
dado tarde, a destiempo. Todo el mundo me decía 'qué bien, menudo
premio'. La verdad es que no. Mi premio fueron los 15 o 16 años durante
los que estuve haciendo fotografías por los pueblos. Ese momento en el
que descubres una situación o una persona que es justo lo que esstabas
buscando, es un momento impagable. No hay nada igual. El premio me ha
dado un dinero que me ha venido muy bien. Pero si no me lo hubieran
dado, pues no habría pasado nada de nada. Yo no busco reconocimiento. No
soy nada ambicioso. Cristina (García Rodero) me aconseja que me deje
querer, que exponga, que no sea tan salvaje".
Resignado a que con el pretexto del Premio no se le dedique una gran
exposición, "porque si no lo han hecho con los tres anteriores,
imagínese conmigo", asegura que nunca buscó fama ni dinero. "He tenido
que vender 400 libros monográficos de fotografía de mi biblioteca para
seguir viviendo... Ya se puede imaginar. Tenía más de 3.000 volúmenes.
No hay ninguna institución seria que se ocupe del documentalimo
costumbrista. No interesa a nadie".
Rafael Sanz Lobato se siente un un cazador solitario de imágenes.
"Delibes lo cuenta perfecto. La caza hay que hacerla en solitario, nunca
a ojeo. Cartier- Bresson también trabajaba así. Luego hay otros que
retratan como el que está en una fábrica de envases de plástico. Pero
ese no es mi mundo".
Fuente: Elpais cultura