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La mujer que no teme a la palabra felicidad llegó a Alcalá de Henares y desmontó todos los protocolos. Acabó con las imposturas y eliminó la retórica de los discursos con uno que hurgó en sus más tiernos recuerdos, hilado con su tenue voz de bruja buena. Sentada en su silla, que le lleva a todas partes, conducida por su hijo Juan Pablo, ofreció su infancia y su obra, sus dolores y sus alegrías, con el pudor justamente templado por la experiencia de quien dejó de tartamudear con los bombardeos de la Guerra Civil. Así dice que prefiere recordarlo.
El de ayer fue una pieza más de su trayectoria literaria, con un final mágico en el que llamó a la creencia de las fantasías de los escritores, "inventores". "Tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya logrado transmitirles algo de mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí me trae. Y me permito hacerles un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que transmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado", y se despidió entre ovación de aplausos tras una de las despedidas más dulces que se hayan recordado de los últimos 25 años.
Ya había creado un discurso inolvidable en aquella deliciosa pieza titulada En el bosque, con el que entró a ocupar el asiento K de la Real Academia de la Lengua, en 1996. De aquel elogio de la fantasía a este canto a la imaginación ha pasado un Premio Cervantes por medio.
Semanas atrás amenazaba que escribiría algo cortito, porque la tarea obligada era algo parecido a una broma pesada. De Cervantes y Quijote decía que ya estaba todo dicho y no cumpliría con la tradición. Y lo hizo: apenas mencionó los gigantes, los molinos y a Dulcinea. "Inventó sensibilidad, inteligencia y acaso bondad el don más raro de este mundo- en una criatura carente de todos esos atributos", dijo sobre la magna obra.
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Con esta elegancia, la dama de los pensamientos de plata recordaba al público (con más jóvenes de lo que es habitual en esta ceremonia) las amarguras a las que la censura franquista la sometió. La mayor sangría de todas la padeció con la obra semifinalista del Premio Nadal de 1949, Luciérnagas, que ayer recordó. La Dirección General de Propaganda la tumbó y en 1955 publicó una revisión, muy podada, titulada En esta tierra. Ella siempre ha renunciado a esta novela, y no está incluida ni en la edición de sus obras completas de 1971.
De Los niños tontos, la censura dijo, en 1956, que sus cuentos eran "verdaderas pesadillas", "de muy mal gusto", "tristes e incomprensibles para niños", "deprimentes y crueles", "inconvenientes por el mal ejemplo fácil de imitar"... con una conclusión tajante: "Por todo lo expuesto este libro es impropio de niños. Si se edita no podrá evitarse el que caiga en manos de ellos produciéndoles un daño tremendo. A los niños hay que tratarlos con más respeto. Rechazada su publicación totalmente", en mayúsculas.
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El Archivo General de Administración, donde se guardan sus expedientes de censores, inauguró aprovechando el día una exposición con esos malditos papeles. Ayer, la Historia volvió a sentenciar los años más negros de este país con el galardón a la escritora que sintió apetito por lo inevitable, aceptó el dolor y se preguntó el porqué de la herida del ser humano.
Esa mujer pequeña, sabia y contenida, se atrevió a lo largo de su carrera, que arrancó antes de la mayoría de edad, con las palabras que no la protegían: "Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la literatura en grande como en la vida, se entra con dolor y lágrimas".
Recogió las palabras de san Juan, "el que no ama está muerto", y las aprovechó para montar el corazón de sus palabras: "El que no inventa, no vive", expresión que pasará como el titular de su vida y para todos sus lectores y seguidores. Están hechas la una para la otra, Matute y la literatura: "Es el faro salvador de muchas de mis tormentas", aseguró.
Entonces recordó los días atroces. "Yo había cumplido los 11 años cuando estalló la Guerra Civil española. Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas". De ahí que ella misma definiera a su generación como la de los "niños asombrados". En ese momento su testimonio se volvió agridulce, como todo cuento. Mentó a la muerte, en toda su devastadora magnitud "a través de la visión, en undescampado, de un hombre asesinado".
Esa mujer pequeña, sabia y contenida, se atrevió a lo largo de su carrera, que arrancó antes de la mayoría de edad, con las palabras que no la protegían: "Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la literatura en grande como en la vida, se entra con dolor y lágrimas".
Recogió las palabras de san Juan, "el que no ama está muerto", y las aprovechó para montar el corazón de sus palabras: "El que no inventa, no vive", expresión que pasará como el titular de su vida y para todos sus lectores y seguidores. Están hechas la una para la otra, Matute y la literatura: "Es el faro salvador de muchas de mis tormentas", aseguró.
Entonces recordó los días atroces. "Yo había cumplido los 11 años cuando estalló la Guerra Civil española. Unos niños acostumbrados a no salir de casa si no era acompañados por sus padres o la niñera nos vimos haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas". De ahí que ella misma definiera a su generación como la de los "niños asombrados". En ese momento su testimonio se volvió agridulce, como todo cuento. Mentó a la muerte, en toda su devastadora magnitud "a través de la visión, en undescampado, de un hombre asesinado".
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Hubo felicidad, bondad y magia entre imposturas y chaqués. Fue un cuento sincero que homenajeó a la infancia: "Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente, más tarde incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada, Primera memoria". Aquel muñeco de trapo que le trajo su padre a los 5 años, sigue con ella. "Lo llevo a todos mis viajes, y le sigo contando lo que no puedo contar a nadie. Hoy también me espera en el hotel", dice.
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Hace muchos inviernos que Ana María Matute dejó de temblar. Valiente, como la calificó en su discurso la ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, para reconocer los sinsabores y las alegrías de su vida, para asegurar que llegó a la editorial Destino con una libreta de posguerra, de tapas de hule negro, con una novela escrita a mano a los 17 años. Por entonces firmaba Ana María con unas emes larguísimas, casi eles que apuntaban al infinito. Hoy, las emes de Matute han tocado el cielo de los inventores.
Fuente: Elpublico.es